sábado, 1 de marzo de 2008

Hattewisler 950

Hace ya más de cuatro meses de aquella mañana. Recuerdo que sentía esa necesidad, esa ansia insaciable de compartir mi rutina con otro ser mortal, otro ser inocente, con otro yo cualquiera. Que era otoño o verano, que el invierno había dejado sobre las flores un terrible olor a muerto, y que la primavera desapareció espantada como un pájaro, hace ya más de cuatro meses.

Me vestí rápido. Caía la camisa sobre mis hombros como una caricia obediente. Apenas el pantalón avisó de que ya estaba puesto. Mi cara amaneció de repente, sin vejez ni recados que arreglar. Apenas como siempre pero con más luz. Porque aquella mañana fue luminosa, y el Sol perseguía a los turistas como un ladrón amarillo.

Bajé la calle con ímpetu y sonriente, giré a la izquierda y allí, tan cerca, estaba ella.

Ella.

Nuestro primer encuentro había sido tan solo dos semanas antes. Pareció que nos chocamos en medio de la calle, como dos desconocidos. Pero ni siquiera nos tocamos. Me llamó desde el cristal como una prostituta pequeña, como una niña desatendida.

—Llévame contigo —me dijo.

Cada día pasé a su lado celebrando el milagro. Mi estómago andaba impaciente, como si esperara de golpe a todas sus mariposas. Y es que allí estaba aquel pecho pequeño como una armadura, las amenazas limpias de sus dientecitos, aquella mirada reluciente como un cuchillo nuevo.

Me convertí al fin en un hombre decidido, y entré en la tienda enérgico. Pagué el precio necesario, apenas tres o cuatro euros, y es que los grandes placeres de la vida tampoco tienen precio. Estaba ya en mis manos, afilada y dulce. Su tallo era escuálido y flexible. Ligera y suave era su cabeza.

Llegué a casa casi sin aliento, pues no más salir de la tienda empecé a correr, y a sudar de impaciencia. Fueron cinco minutos.

Rompí la caja, rasgando de felicidad cualquier plástico. Sobre el suelo cayó el cartón en dos pedazos.

Mi niña.

Nos abrazamos fuerte, como si no supiéramos respirar. Empecé a besarla sobresaltado, excitado, agradeciendo al mundo semejante delirio. ¡Mi niña!

Besó primero mis labios, para besarme después con tanta fuerza el cuello... y es que son tan suaves los besos de las víboras tiernas... tantos besos hemos de darnos y tenemos tan poco tiempo...

Que me desmayé en seguida, casi muerto. Fue en verdad lo mejor para el hombre: inimaginable rasurado, un acabado impecable. Un final perfecto.

Nueva cuchilla Hattewisler 950.

Procuramos que todo pareciera un suicidio. Aunque tal vez ése sea uno de esos detalles que hay que dar por supuestos.