viernes, 21 de marzo de 2008

Ruy Duarte de Carvalho, Indicios de lluvia

A continuación os ofrezco mi traducción del cuento del escritor angoleño Ruy Duarte de Carvalho Indicios de lluvia, que aparecerá próximamente publicado en la Revista Abril, publicada en Luxemburgo. Los enlaces a la información sobre Ruy Duarte de Carvalho y la Revista Abril, podéis encontrarlos en el apartado "Enlaces interesantes".

Llevando la mirada hacia el sur, hacia la izquierda del sol, alrededor de las cinco de la tarde, el cielo se ensombrece, de un azul denso, por encima de las copas de los árboles del monte lejano. Indicios de lluvia.

Adriano Kapiapia, en mitad del monte, gira sobre sí mismo y analiza los indicios. Contempla el cielo por encima de los montes, las piedras y las arboledas que languidecen a lo lejos, más allá del universo que conoce. Hacia el sur las vistas son reducidas, el nacimiento del río, planicies hacia el norte, también hacia el poniente.

Adriano Kapiapia predice el cielo. Sobre el horizonte que el ramaje conforma, sobre la ladera que tiene a su frente, se expande la masa de una nube espesa, negra y pesada, con una orla blanca. En el hemiciclo opuesto, el cielo es claro, todavía, provisto de una luz azul y rasa. Sin embargo, llevando la mirada hacia arriba, y recorriendo con ella la curva que se describe de una punta a otra del horizonte, se puede ver cómo el cielo se va oscureciendo poco a poco hasta transformarse, apaciblemente, en un fondo opaco para la orla blanca. Solo la orla, pues, anuncia la nube espesa. Otras nubes más pequeñas la antecedieron y se esparcen ahora libremente por el cielo, sin conquistar aún, no obstante, el azul del norte, donde se dibujan tan solo ráfagas fugaces. Y el cielo está así, con el sol, que quema, a media altura.

Es diferente ya la luz de la tierra. La luz cruda del sol se ha convertido en resplandor. La luz del resplandor. El rectángulo de tierra labrada, que se extiende a uno de los lados del camino, vive una luz que se diría autónoma y creciente, de combustión oculta y prolongada. La misma luz viven las piedras, los troncos de las arboledas, la ceniza yaciente de las talas de octubre. Es una luz que brota repentinamente. De la tierra y de las formas. Las hojas, que son verdes, reflejan brillos cálidos en sus bordes, no como si el cielo fuese dorado y ellas fuesen su espejo y el brillo las envolviese y el aire procurase esas formas para así exhibirse. Sino como si el cielo, que poco a poco se oscurece, transfiriese a la tierra la luz que la tempestad expulsa de sí. La luz, al encuentro de la noche que la tormenta impone. Indicios de lluvia.

Adriano Kapiapia ausculta el sonido. El sonido y los sonidos. El sonido se ha extinguido, el marullo de la rutina encendida, que confunde orígenes y distancias, la vaga y efervescente amalgama de gritos, ruidos, pasos y vuelos. Ahora los sonidos son nítidos, orígenes localizables que vierten al aire sus sonoras señales. Y es sobre este silencio que avanza el sonido tangible, el sibilante ímpetu de las criaturas aladas, la lija que se insinúa entre las hojas de los carrizos, los chasquidos aislados de las ramas secas, la voz de una mujer escondida por las piedras, el ronquido exhausto de un motor renqueante, el cacareo de las pintadas en su huida apresurada, la vaga percusión de los truenos lejanos. Y el viento. El viento interior del bosque oscuro, localizados focos del viento que asciende, el súbito temblor de un nudo de árboles secos. Viento sin norte, remolinos atolondrados en la planicie sombría, la tierra exhala hálitos nocturnos. Indicios de lluvia.

Adriano Kapiapia contempla aún el cielo. A lo lejos, extraordinariamente definidos, los cada vez más tenues contrastes del ocaso. Y la silueta de los montes. Es lo que queda aún de tierra iluminada. Resplandece, clara, como solo podemos apreciarla cuando llueve, la bruma ya extinta o encumbrada en las nubes, concretas y presentes, confundidas ya en una sola nube que se diría cielo, nocturno y bajo, invasor de un cielo anterior y sin límites. Al sur, la noche; al norte, el día. Todo nítido, pues la noche está alta. Nunca fueron tan distinguibles las formas recortadas de las piedras, de los árboles, de los caminos y sus accidentes. Y a lo lejos, la claridad de la sabana. Indicios de lluvia.

Adriano Kapiapia retoma la marcha y apresura su paso. A duras penas consigue ascender la pendiente, alternando el paso de sus piernas gruesas, entumecidas e hinchadas por la edad. Después se detiene y dice para sí mismo:

—Va a empezar a llover. Pacasa Kitato, mi hermano, ya tiene que estar viniendo para acá.

Pesado y torpe, logra alcanzar con esfuerzo la cima del monte. Y lentamente se difumina en el oscuro paisaje.

El cielo es solamente oscuro ya en su inmensa totalidad. Y se oye un zumbido que proviene del este. Es la lluvia que se acerca. Sobre la tierra labrada que Bumba Kasuque cosechó en octubre y Vunge Kisate rozó tres veces, caen gotas gruesas, primero de forma aislada, mofándose del suelo, después cubriendo toda la superficie, hasta que otro color se apodera de la tierra, ahora roja, luego más parda, y se abren fisuras por donde corre el agua, y las hojas brillan aunque ya estén secas y se ennegrecen las piedras y el mundo se pinta de blanco.

Es otro el silencio, desgarrado ahora, bullicioso y cierto.

Ascienden voces desde el fondo del valle. Emergen en grupo, de la cortina blanca de lluvia intensa, firme y copiosa, los cuerpos mojados de personas que cantan. Les encabeza un anciano, que camina con paso desgastado, mudo, y que no canta, ni ríe, ni habla, y mira hacia el suelo, y tiene un gesto mojado que no denota alegría ni tristeza.

Esta lluvia es suya. Es suya y de los vivos a quienes los muertos escucharon. No necesita dar de sí más de lo que ya es. Está dentro de la lluvia, habita en los parajes que la engendran y la dan. Ya vive en un mundo que es uno solo y no se distingue. Si está vivo o muerto, si es Dios o palabra, si es gesto o si es alma, le trae sin cuidado. Él es mundo, y si es mundo camina en silencio, pues es el silencio quien todo lo gobierna.

Adélia Prado, Vals para una tarde serena

A continuación os ofrezco mi traducción del cuento de la escritora brasileña Adélia Prado Vals para una tarde serena (Uma valsa para dançar), que aparecerá próximamente publicado en la Revista Abril, publicada en Luxemburgo. Los enlaces a la información sobre Adélia Prado y la Revista Abril, podéis encontrarlos en el apartado "Enlaces interesantes".

Américo, te amo, Américo. Tienes una tienda de telas y una mujer a la que vives queriendo no engañar, un hijo tan mono, Américo, unas manos tan finas de medir tejidos, de acariciar mi cuello como si me fueras a asesinar. Eres un coloso, Américo, lo tienes todo para encantarme. Es tan ignorante tu inteligencia antiacadémica que los mundos nuevos que me descubres me resultan deslumbrantes. Qué dientes afilados… Se te ve tan saludable, no me vas a pedir que te invite a un té. Siempre que te pido un metro de gasa me replicas, para darme más conversación: «Llévate también un metro de este amadapolán». ¿Dices amadapolán porque eres tonto o porque quieres hacerte el listo, Américo? En otra época, a la primera equivocación al hablar, descartaba a cualquier hombre. Hoy no. Hoy quiero probarlo todo. Eres un padrazo, un hombre de tu casa, un marido ejemplar. Seguro que tienes un libro ¿verdad? Y una colección de paquetes de tabaco y una foto de tu madre. Cierras la tienda los domingos y las fiestas de guardar, increíble Américo, no quieres hacerte rico, eres tan irresistible. Tu mujer viene y me pide un poco de azúcar y yo lo que le pido es que me deje ver tu álbum de fotos: tú con tu hijo en brazos, tú poniéndole comida al pájaro, tú jugando con el perro. Cuando te quedas quieto y dejas de contemplarme de esa forma invisible, te dibujas en mi mente, se dibujan esos ojos tuyos de hombre tan bonitos, más que los de una mujer, bonitos. Tú eres mi amor cortés, por ti hago dulce de leche, y lo corto en cuadraditos, y me pongo mi blusa bordada y me siento en el banco de la plaza y espero a que pases, cuando «cae la tarde tristona y serena, con una delicada y suave languidez»[1], para entregarte mi corazón.


Tú pasas y yo te digo: «Buenas tardes, Américo.»


[1] Campos, Erothides de (1924). Ave Maria (varios intérpretes).


sábado, 1 de marzo de 2008

Poética de CMG publicada en la antología de jóvenes poetas castellano-manchegos Inmaduros 26

Es difícil llegar hasta aquí. La calle que me ha traído hasta este lugar inusitado es un desierto favorablemente inhóspito: parece que hubieran situado aquí este silencioso museo para que no lo viese nadie. Existe un precio módico para estudiantes y es muy recomendable conocer su horario: este indescriptible carmen no está siempre abierto, aunque la única diferencia entre que lo esté o no es tan solo que la puerta está abierta, evidentemente, y que un trabajador o trabajadora nos recibe tras ella y nos vende una entrada. Por lo demás, nada cambia en este lugar casi deshabitado. El museo está completamente vacío y los jardines del carmen en que se encuentra son casi vírgenes de tan absolutamente desconocidos.

He llegado hasta aquí para sacar algunas fotos —aunque aparentemente no está autorizado— y preguntarme y darme una respuesta sobre qué es la Poesía o, mejor dicho, sobre qué es o en qué consiste mi poesía. La respuesta parecía demasiado complicada, pero al llegar aquí, a este oasis solitario y mudo, me he vuelto a dar cuenta de que es extremadamente sencillo.

Vengan conmigo. Echen un vistazo a este paisaje inacabable: a lo lejos pueden verse los pueblos de la Vega; un poquito más cerca, los mastodónticos, uniformes y periféricos edificios del barrio del Zaidín; aquí al lado, el antiguo barrio judío del Realejo. Intenten contar ahora todas las grúas o urbanizaciones que abarquen sus ojos y repararán en que no son dedos lo que nos falta —ojalá solo fuera eso— sino números capaces de cuantificar y abstraer todo el dinero sucio sobre el que se erigen los contratos millonarios que son ya cimientos de todos los detestables gobernantes que han sido comprados, amantes de la corrupción, vendedores de su alma y de tantas ilícitas licencias. Por el contrario, será fácil que nos sobren dedos para contar árboles —no en este carmen, por supuesto—, trabajadores con sueldos, horarios y vidas dignas, adolescentes comprometidos o empresarios con conciencia.

¿En qué se convierte la Poesía ante este paisaje? La Poesía se convierte en una forma de lucha, en un instinto rebelde de protesta, en un alarido escrito ante la indiferencia, la ignorancia o la violencia. Mi poesía habla de nosotros, habla de mí, pero siempre con un afán destructivo —pesimista, dicen algunos— para que llevemos a cabo una reflexión sobre este sistema político-económico antisocial y anticultural que nos encierra y nos niega la libertad, nos obliga a consumir hasta vaciarnos, a ser esclavos míseros necesitados de materia, a no querernos y a no respetarnos, a quemar bosques, matar árboles, transformar las ciudades en parques temáticos de hormigón conectados por autovías innecesarias, a exacerbar nuestra mediocre burguesía con campos de golf que nos hagan sentir adinerados por fin, cuando todo el país sea ya un viejo famélico y seco por tal arrasadora ansiedad de riqueza.

La Poesía es revolución, pero no solo es revolución escribirla. Lo es escucharla, leerla y, sobre todo, sentirla: poesía del silencio, de la música; poesía de las playas inexploradas, de nuestros cuerpos libres y desnudos —sean cuales sean sus posturas o tendencias—, de una canción de João Gilberto, de soñar que cada noche puede haber luna llena.

Si el sistema nos somete, si el ser humano cómplice y culpable nos esclaviza, la Poesía es la respuesta. La Poesía es mi respuesta, mi forma de negarme a esta vida sumisa e impotente, de reafirmarme en estos ojos que ven, que opinan, que discuten, que piensan. La Poesía es mi identidad, soy yo: es la esencia más pura de mi desobediencia.

Hattewisler 950

Hace ya más de cuatro meses de aquella mañana. Recuerdo que sentía esa necesidad, esa ansia insaciable de compartir mi rutina con otro ser mortal, otro ser inocente, con otro yo cualquiera. Que era otoño o verano, que el invierno había dejado sobre las flores un terrible olor a muerto, y que la primavera desapareció espantada como un pájaro, hace ya más de cuatro meses.

Me vestí rápido. Caía la camisa sobre mis hombros como una caricia obediente. Apenas el pantalón avisó de que ya estaba puesto. Mi cara amaneció de repente, sin vejez ni recados que arreglar. Apenas como siempre pero con más luz. Porque aquella mañana fue luminosa, y el Sol perseguía a los turistas como un ladrón amarillo.

Bajé la calle con ímpetu y sonriente, giré a la izquierda y allí, tan cerca, estaba ella.

Ella.

Nuestro primer encuentro había sido tan solo dos semanas antes. Pareció que nos chocamos en medio de la calle, como dos desconocidos. Pero ni siquiera nos tocamos. Me llamó desde el cristal como una prostituta pequeña, como una niña desatendida.

—Llévame contigo —me dijo.

Cada día pasé a su lado celebrando el milagro. Mi estómago andaba impaciente, como si esperara de golpe a todas sus mariposas. Y es que allí estaba aquel pecho pequeño como una armadura, las amenazas limpias de sus dientecitos, aquella mirada reluciente como un cuchillo nuevo.

Me convertí al fin en un hombre decidido, y entré en la tienda enérgico. Pagué el precio necesario, apenas tres o cuatro euros, y es que los grandes placeres de la vida tampoco tienen precio. Estaba ya en mis manos, afilada y dulce. Su tallo era escuálido y flexible. Ligera y suave era su cabeza.

Llegué a casa casi sin aliento, pues no más salir de la tienda empecé a correr, y a sudar de impaciencia. Fueron cinco minutos.

Rompí la caja, rasgando de felicidad cualquier plástico. Sobre el suelo cayó el cartón en dos pedazos.

Mi niña.

Nos abrazamos fuerte, como si no supiéramos respirar. Empecé a besarla sobresaltado, excitado, agradeciendo al mundo semejante delirio. ¡Mi niña!

Besó primero mis labios, para besarme después con tanta fuerza el cuello... y es que son tan suaves los besos de las víboras tiernas... tantos besos hemos de darnos y tenemos tan poco tiempo...

Que me desmayé en seguida, casi muerto. Fue en verdad lo mejor para el hombre: inimaginable rasurado, un acabado impecable. Un final perfecto.

Nueva cuchilla Hattewisler 950.

Procuramos que todo pareciera un suicidio. Aunque tal vez ése sea uno de esos detalles que hay que dar por supuestos.

Sergio Sant'Anna, Un cuento nefando

A continuación os ofrezco mi traducción del cuento del escritor brasileño Sérgio Sant'Anna Un cuento nefando, que aparecerá próximamente publicado en la Revista Abril, publicada en Luxemburgo. Los enlaces a la información sobre Sérgio Sant'Anna y la Revista Abril, podéis encontrarlos en el apartado "Enlaces interesantes".

De entre todas las historias posibles, seguramente ya habrá sucedido alguna como esta.

Un muchacho de diecisiete años, metido en el mundo de la droga (que ha llegado incluso a robar y a prostituirse para comprarla) y con aspiraciones rimbaudianas de poeta maldito, tiene unos celos enfermizos de su madre divorciada, sobre todo por un rollo que él sospecha que ella mantiene con un hombre mucho más joven. Una noche, la ve llegar a casa sutilmente contenta, por causa del alcohol, y con el aspecto de quien vuelve de un encuentro amoroso, con minifalda y una blusa escotada. Mientras se desviste, él entra en su cuarto, abruptamente, vestido solamente con unos pantalones cortos, y observa el sujetador rojo y las braguitas negras que ella lleva puestas.

Vas hecha una guarra.

No digas eso de tu madre.

Él la acerca hacia sí y estruja su cuerpo.

¿Quién te dice que no acabas montándotelo conmigo también?

Con los brazos sujetos, ella tan solo puede golpearle, sin fuerza, en la espalda. Después alcanza a darle en la cabeza, dos veces. Él se enfurece, la empuja contra la cama y se abalanza sobre ella.

No hagas eso, hijo mío; suéltame, suéltame ella empieza a agitarse y a gritar, pero enseguida baja la voz, con miedo de que la oigan los vecinos; de que se inmiscuyan en su abominable intimidad. El chaval entonces afloja el brazo y se separa de su madre, pero solo para levantarle el sujetador, mirarle y tocarle, fascinado, los pechos. Y justo después, con movimientos bruscos, rapidísimos, le arranca las bragas y se quita los pantalones. Y, durante un instante, los dos se contemplan, ella fijándose, horriblemente hipnotizada, en el pene erecto de su hijo; él, con la sensación a pesar de tener solo restos de cocaína en su organismo de que puede con todo. También siente un ligero pavor por lo que va a hacer, pero es como si, habiendo llegado hasta ese punto, no pudiese echarse atrás. Y recuesta nuevamente su cuerpo sobre el de su madre.

¿Es así como lo haces con él? ¿Así?

¿Qué él, hijo mío? ¿Tú estás loco? ella vuelve a agitarse con todas sus fuerzas; sin embargo, mucho más fuerte que su madre, él inmoviliza sus brazos y, con una de sus rodillas, mantiene las piernas de ella entreabiertas, intentando penetrar en su vagina, medio sin ganas, la madre completamente rígida, como una estatua hecha de la piedra más firme. Él alza su brazo derecho y hace el amago de darle una bofetada.

Y es entonces cuando, en una mezcla de agotamiento y loca lucidez, ella se abandona. Relaja los brazos y las piernas y queda a merced de su hijo. En un primer momento, su decisión puede explicarse por miedo, cansancio, rendición en la lucha. No obstante, aunque esté dejándose llevar por el instinto, ella es consciente, automáticamente en aquel momento, de que su entrega encierra otras razones extremadamente poderosas. Sabe que si su hijo la posee a la fuerza, quizás llegue a considerar que su delito es tan nefando que no será redimido jamás. Y, de entre todos sus miedos, uno de los mayores es que un día él no encuentre más salida que el suicidio. Dejándose llevar, sea cual fuere el nombre que le demos a este acto, llamemos delito o pecado esto que están cometiendo, será su cómplice. Y ella siente también, en su interior más recóndito y misterioso, que algo en su forma de ser y de relacionarse con su hijo, desde siempre un algo ligeramente indebido, equivocado, en su relación con él, dio origen a todos los factores que han llevado a ambos a estar a solas en aquel piso y en aquel cuarto, en aquel preciso instante. Todavía alberga una vaga esperanza, casi irracional, de que en la escalada de su hijo hacia la infamia y la destrucción, su inconmensurable dádiva pueda tener algún poder transformador. Y como si apaciguase toda la violencia de aquel acto, ella le acaricia la nuca y susurra: «Hijo mío, hijo mío». Y él la penetra, sí, y ella está lo suficientemente húmeda como para que eso pueda suceder, y él, y ella, aturdidos, se asombran de que algo así esté ocurriendo, y el mundo siga girando sobre su eje y llegue hasta aquel cuarto el barullo de los coches de la calle, las voces que salen de una televisión encendida en otro apartamento, los ladridos de un perro. Y ella continua tan lúcidamente loca que dice: «No te corras dentro». Y su hijo obedece.

Él.

Tropezando torpemente, ya con los pantalones puestos, el hijo huyó hacia su cuarto y cerró de un golpe la puerta, pero sin trancarla, lo cual tal vez dejaba abierta una posibilidad de la cual aún no era muy consciente. De lo que sí era consciente era de un deseo de enfrentarse a lo más tenebroso de si mismo.

Se imagina ahogándose en un pantano, enredado entre pegajosos reptiles. Si todavía le quedase cocaína, ya se la habría tomado, lo cual le habría transportado a un trance conocido que quizás le hubiese reconciliado con su agitación interna. Por un lado, se siente tremendamente avergonzado, con miedo y aversión hacia lo que ha hecho, pero, a la vez, existe en su mente turbulenta un ansia realmente siniestra, una excitación por haber cumplido el desafío, por haberse enfrentado al ambiguo sentimiento de fascinación y obcecación que siente hacia su madre más allá de todos los límites y convenciones posibles, y una especie de mágica satisfacción porque ella, sin duda alguna, se había entregado. Y él no solo siente que ha superado a todos sus amantes ocasionales, sobre todo al más joven, sino que también se considera motivo de orgullo para el libidinoso poeta que tanto admira, Rimbaud en realidad uno de los pocos que conoce, y que, en secreto, le sirve de modelo.

Y, como si la poesía le redimiese absolutamente de todo, como si pudiese esta incluso ser un sustitutivo de la droga y pudiese ser, literalmente, disfrutada físicamente, coge un bolígrafo de su mesita de noche, lo empuña y, recostado sobre la cama, graba en su brazo izquierdo, nerviosamente, como quien se pincha, las siguientes palabras, con las que, una vez más, recurre a la imagen del pantano: poeta, dioses, pecado, ángel, pantano, gusanos, cangrejo, flores, pájaros nocturnos, lirios, luciérnagas, y así, al día siguiente, tal vez estas palabras le sirvan de base e inspiración para escribir un relato o un poema. Palabras con las que quiere decir más o menos que «un poeta comete un pecado tan desafiante para los dioses que estos le ahogan en un pantano, donde su cuerpo es devorado por gusanos y cangrejos, pero, de la putrefacción de su cuerpo, nacerán flores, y noche tras noche, él por allí sobrevuela como un ángel cuyas alas son pétalos y tiene la frente ceñida por una corona de lirios, y, a su alrededor, conformándole un vestido, revuelan luciérnagas al ritmo de un coro de pájaros nocturnos tan negros que se confunden en la oscuridad.»

Él reposa entonces el bolígrafo sobre la mesita de noche y, rendido, cierra los ojos.

Ella.

Ella había entrado tan sigilosamente en el cuarto de su hijo que, cuando el entreabrió los ojos y reparó en la presencia de su madre, vestida con una bata negra, le pareció estar teniendo una visión. Sentándose en su cama, le cogió de la mano:

Vamos a olvidarnos de lo que ha pasado, ¿vale?

―Perdóname si puedes, mamá él la coge también de la mano.

Nosotros nos olvidamos y no hace falta que se entere nadie.

―De acuerdo, mamá, eres una santa.

―Tan sólo soy tu madre. ¿Qué te has escrito en el brazo?

Avergonzado, se cubre con las mantas el brazo que se ha escrito.

―Nada, unas cosas que se me han ocurrido. Quizás para un poema.

Seguro que te queda muy bonito.

Ella le acaricia el pelo y él cierra los ojos, pero mueve la cabeza de un lado para otro, con gesto crispado. Entonces abre de nuevo los ojos y dice con violento ímpetu, conmovido:

Voy a dejar la droga, mamá, ya verás, yo puedo.

Seguro que sí, hijo mío.

Y mañana voy a clase.

Yo te despierto. Ahora duérmete.

Él vuelve a cerrar los ojos y ella extiende su mano sobre la cara de su hijo, sin tocarlo, anhelando tener poderes mágicos para poder calmarle. Y enseguida se disipan las dudas de si está durmiendo: su rostro se serena y parece un niño más pequeño.

Brillan en los ojos de la madre las lágrimas que estaba intentando contener.

Dios, dice, muda, pero claramente. Si por casualidad existes, haz que todo el peso y el sufrimiento por lo que ha sucedido esta noche recaigan sobre mí. Pero, si es realmente verdad que existes, no puedes negar que eres el único culpable de todo, el único e inmenso pecador. Y, de repente, se da cuenta de que el peso y el sufrimiento que ha solicitado enteramente para sí la llevan a un extremo que es a su vez la entrada hacia una especie de euforia desafiante y, en eso, cuánto se parece a su hijo, que le asegura que, tanto si existe como si no Aquel a Quien llaman Dios, todo lo que pasa en el mundo es lo que tiene que pasar, y lo que pasó entre ella y su hijo ya le habrá sucedido a otros y a otras desde tiempos inmemoriales, mucho más cercanos al principio de todas las cosas, y atraviesa su mente la figura de una mujer salvaje agarrada a su hijo en una cueva oscura, inserta en un mundo lleno de fieras y peligros, como es también, pero de otra forma, el mundo de hoy en día, y que ella ha mantenido, sí, relaciones sexuales con su hijo, pero ¿y qué? ¿va a ser eso ahora el fin del mundo? Y aunque eso no debe ni va a suceder nunca jamás en modo alguno, a ella le compete conseguir que eso no se convierta ni en un drama ni en una tragedia, y ya lo veréis, las cosas tomarán un rumbo muchísimo mejor y el hijo acabará saliendo de las drogas y otras cosas horripilantes que estas le llevan a cometer.

El hijo se gira para un lado y parece dormir profundamente y ella se levanta y va a su cuarto sabiendo que, al día siguiente, volverá a ese cuarto vestida para ir a trabajar y despertará al chaval para que vaya al instituto, y antes de que él entre en el baño, ella le preguntará si le apetece tomar leche con cereales, café o colacao. Puede ser que le pregunte también si va a querer un huevo pasado por agua. No, un huevo no, pues no suele querer un huevo pasado por agua para desayunar y será necesario que, ese día siguiente, todo ocurra de la forma más habitual posible.