sábado, 1 de marzo de 2008

Sergio Sant'Anna, Un cuento nefando

A continuación os ofrezco mi traducción del cuento del escritor brasileño Sérgio Sant'Anna Un cuento nefando, que aparecerá próximamente publicado en la Revista Abril, publicada en Luxemburgo. Los enlaces a la información sobre Sérgio Sant'Anna y la Revista Abril, podéis encontrarlos en el apartado "Enlaces interesantes".

De entre todas las historias posibles, seguramente ya habrá sucedido alguna como esta.

Un muchacho de diecisiete años, metido en el mundo de la droga (que ha llegado incluso a robar y a prostituirse para comprarla) y con aspiraciones rimbaudianas de poeta maldito, tiene unos celos enfermizos de su madre divorciada, sobre todo por un rollo que él sospecha que ella mantiene con un hombre mucho más joven. Una noche, la ve llegar a casa sutilmente contenta, por causa del alcohol, y con el aspecto de quien vuelve de un encuentro amoroso, con minifalda y una blusa escotada. Mientras se desviste, él entra en su cuarto, abruptamente, vestido solamente con unos pantalones cortos, y observa el sujetador rojo y las braguitas negras que ella lleva puestas.

Vas hecha una guarra.

No digas eso de tu madre.

Él la acerca hacia sí y estruja su cuerpo.

¿Quién te dice que no acabas montándotelo conmigo también?

Con los brazos sujetos, ella tan solo puede golpearle, sin fuerza, en la espalda. Después alcanza a darle en la cabeza, dos veces. Él se enfurece, la empuja contra la cama y se abalanza sobre ella.

No hagas eso, hijo mío; suéltame, suéltame ella empieza a agitarse y a gritar, pero enseguida baja la voz, con miedo de que la oigan los vecinos; de que se inmiscuyan en su abominable intimidad. El chaval entonces afloja el brazo y se separa de su madre, pero solo para levantarle el sujetador, mirarle y tocarle, fascinado, los pechos. Y justo después, con movimientos bruscos, rapidísimos, le arranca las bragas y se quita los pantalones. Y, durante un instante, los dos se contemplan, ella fijándose, horriblemente hipnotizada, en el pene erecto de su hijo; él, con la sensación a pesar de tener solo restos de cocaína en su organismo de que puede con todo. También siente un ligero pavor por lo que va a hacer, pero es como si, habiendo llegado hasta ese punto, no pudiese echarse atrás. Y recuesta nuevamente su cuerpo sobre el de su madre.

¿Es así como lo haces con él? ¿Así?

¿Qué él, hijo mío? ¿Tú estás loco? ella vuelve a agitarse con todas sus fuerzas; sin embargo, mucho más fuerte que su madre, él inmoviliza sus brazos y, con una de sus rodillas, mantiene las piernas de ella entreabiertas, intentando penetrar en su vagina, medio sin ganas, la madre completamente rígida, como una estatua hecha de la piedra más firme. Él alza su brazo derecho y hace el amago de darle una bofetada.

Y es entonces cuando, en una mezcla de agotamiento y loca lucidez, ella se abandona. Relaja los brazos y las piernas y queda a merced de su hijo. En un primer momento, su decisión puede explicarse por miedo, cansancio, rendición en la lucha. No obstante, aunque esté dejándose llevar por el instinto, ella es consciente, automáticamente en aquel momento, de que su entrega encierra otras razones extremadamente poderosas. Sabe que si su hijo la posee a la fuerza, quizás llegue a considerar que su delito es tan nefando que no será redimido jamás. Y, de entre todos sus miedos, uno de los mayores es que un día él no encuentre más salida que el suicidio. Dejándose llevar, sea cual fuere el nombre que le demos a este acto, llamemos delito o pecado esto que están cometiendo, será su cómplice. Y ella siente también, en su interior más recóndito y misterioso, que algo en su forma de ser y de relacionarse con su hijo, desde siempre un algo ligeramente indebido, equivocado, en su relación con él, dio origen a todos los factores que han llevado a ambos a estar a solas en aquel piso y en aquel cuarto, en aquel preciso instante. Todavía alberga una vaga esperanza, casi irracional, de que en la escalada de su hijo hacia la infamia y la destrucción, su inconmensurable dádiva pueda tener algún poder transformador. Y como si apaciguase toda la violencia de aquel acto, ella le acaricia la nuca y susurra: «Hijo mío, hijo mío». Y él la penetra, sí, y ella está lo suficientemente húmeda como para que eso pueda suceder, y él, y ella, aturdidos, se asombran de que algo así esté ocurriendo, y el mundo siga girando sobre su eje y llegue hasta aquel cuarto el barullo de los coches de la calle, las voces que salen de una televisión encendida en otro apartamento, los ladridos de un perro. Y ella continua tan lúcidamente loca que dice: «No te corras dentro». Y su hijo obedece.

Él.

Tropezando torpemente, ya con los pantalones puestos, el hijo huyó hacia su cuarto y cerró de un golpe la puerta, pero sin trancarla, lo cual tal vez dejaba abierta una posibilidad de la cual aún no era muy consciente. De lo que sí era consciente era de un deseo de enfrentarse a lo más tenebroso de si mismo.

Se imagina ahogándose en un pantano, enredado entre pegajosos reptiles. Si todavía le quedase cocaína, ya se la habría tomado, lo cual le habría transportado a un trance conocido que quizás le hubiese reconciliado con su agitación interna. Por un lado, se siente tremendamente avergonzado, con miedo y aversión hacia lo que ha hecho, pero, a la vez, existe en su mente turbulenta un ansia realmente siniestra, una excitación por haber cumplido el desafío, por haberse enfrentado al ambiguo sentimiento de fascinación y obcecación que siente hacia su madre más allá de todos los límites y convenciones posibles, y una especie de mágica satisfacción porque ella, sin duda alguna, se había entregado. Y él no solo siente que ha superado a todos sus amantes ocasionales, sobre todo al más joven, sino que también se considera motivo de orgullo para el libidinoso poeta que tanto admira, Rimbaud en realidad uno de los pocos que conoce, y que, en secreto, le sirve de modelo.

Y, como si la poesía le redimiese absolutamente de todo, como si pudiese esta incluso ser un sustitutivo de la droga y pudiese ser, literalmente, disfrutada físicamente, coge un bolígrafo de su mesita de noche, lo empuña y, recostado sobre la cama, graba en su brazo izquierdo, nerviosamente, como quien se pincha, las siguientes palabras, con las que, una vez más, recurre a la imagen del pantano: poeta, dioses, pecado, ángel, pantano, gusanos, cangrejo, flores, pájaros nocturnos, lirios, luciérnagas, y así, al día siguiente, tal vez estas palabras le sirvan de base e inspiración para escribir un relato o un poema. Palabras con las que quiere decir más o menos que «un poeta comete un pecado tan desafiante para los dioses que estos le ahogan en un pantano, donde su cuerpo es devorado por gusanos y cangrejos, pero, de la putrefacción de su cuerpo, nacerán flores, y noche tras noche, él por allí sobrevuela como un ángel cuyas alas son pétalos y tiene la frente ceñida por una corona de lirios, y, a su alrededor, conformándole un vestido, revuelan luciérnagas al ritmo de un coro de pájaros nocturnos tan negros que se confunden en la oscuridad.»

Él reposa entonces el bolígrafo sobre la mesita de noche y, rendido, cierra los ojos.

Ella.

Ella había entrado tan sigilosamente en el cuarto de su hijo que, cuando el entreabrió los ojos y reparó en la presencia de su madre, vestida con una bata negra, le pareció estar teniendo una visión. Sentándose en su cama, le cogió de la mano:

Vamos a olvidarnos de lo que ha pasado, ¿vale?

―Perdóname si puedes, mamá él la coge también de la mano.

Nosotros nos olvidamos y no hace falta que se entere nadie.

―De acuerdo, mamá, eres una santa.

―Tan sólo soy tu madre. ¿Qué te has escrito en el brazo?

Avergonzado, se cubre con las mantas el brazo que se ha escrito.

―Nada, unas cosas que se me han ocurrido. Quizás para un poema.

Seguro que te queda muy bonito.

Ella le acaricia el pelo y él cierra los ojos, pero mueve la cabeza de un lado para otro, con gesto crispado. Entonces abre de nuevo los ojos y dice con violento ímpetu, conmovido:

Voy a dejar la droga, mamá, ya verás, yo puedo.

Seguro que sí, hijo mío.

Y mañana voy a clase.

Yo te despierto. Ahora duérmete.

Él vuelve a cerrar los ojos y ella extiende su mano sobre la cara de su hijo, sin tocarlo, anhelando tener poderes mágicos para poder calmarle. Y enseguida se disipan las dudas de si está durmiendo: su rostro se serena y parece un niño más pequeño.

Brillan en los ojos de la madre las lágrimas que estaba intentando contener.

Dios, dice, muda, pero claramente. Si por casualidad existes, haz que todo el peso y el sufrimiento por lo que ha sucedido esta noche recaigan sobre mí. Pero, si es realmente verdad que existes, no puedes negar que eres el único culpable de todo, el único e inmenso pecador. Y, de repente, se da cuenta de que el peso y el sufrimiento que ha solicitado enteramente para sí la llevan a un extremo que es a su vez la entrada hacia una especie de euforia desafiante y, en eso, cuánto se parece a su hijo, que le asegura que, tanto si existe como si no Aquel a Quien llaman Dios, todo lo que pasa en el mundo es lo que tiene que pasar, y lo que pasó entre ella y su hijo ya le habrá sucedido a otros y a otras desde tiempos inmemoriales, mucho más cercanos al principio de todas las cosas, y atraviesa su mente la figura de una mujer salvaje agarrada a su hijo en una cueva oscura, inserta en un mundo lleno de fieras y peligros, como es también, pero de otra forma, el mundo de hoy en día, y que ella ha mantenido, sí, relaciones sexuales con su hijo, pero ¿y qué? ¿va a ser eso ahora el fin del mundo? Y aunque eso no debe ni va a suceder nunca jamás en modo alguno, a ella le compete conseguir que eso no se convierta ni en un drama ni en una tragedia, y ya lo veréis, las cosas tomarán un rumbo muchísimo mejor y el hijo acabará saliendo de las drogas y otras cosas horripilantes que estas le llevan a cometer.

El hijo se gira para un lado y parece dormir profundamente y ella se levanta y va a su cuarto sabiendo que, al día siguiente, volverá a ese cuarto vestida para ir a trabajar y despertará al chaval para que vaya al instituto, y antes de que él entre en el baño, ella le preguntará si le apetece tomar leche con cereales, café o colacao. Puede ser que le pregunte también si va a querer un huevo pasado por agua. No, un huevo no, pues no suele querer un huevo pasado por agua para desayunar y será necesario que, ese día siguiente, todo ocurra de la forma más habitual posible.