lunes, 15 de diciembre de 2008

Yellow sick fingers

Tengo los dedos amarillos y enfermos,
fúnebremente curvados
como quien asiente ante la vida
porque ha llegado otro entierro.
Desilusionados y lívidos,
restos de un cuerpo apenas,
son cinco huesos largos
que los perros me anhelan.

Grupos de skin-heads,
ancianos descuartizados ante tanto olor joven,
jóvenes violentos ante mi olor tan fuerte
―bueno o malo, aunque poco o nada embriagador,
soy oloroso―, me huelen como moscas aburridas
que, hartas de ensuciar la rutina y los platos de comida,
ansían pisar con sus patas contagiosas
mis dedos pálidos como fantasmas.


Diez dedos tristes,
prolongaciones muertas como muelles abandonados
en mi propio cuerpo,
y tanto peligro.

Qué fácil es reírse de los sueños patéticos,
de los niños que prefieren el pájaro lejano
a la desnudez fría
de cuerpos que no vuelan.

No necesito limpios los pulmones ni los dedos,
ni la voz clara y firme,
ni la garganta entera.

Por eso me persiguen las falanges anaranjadas,
las uñas negras,
las avispas que en mis manos revolotean
el olor a tabaco
que adormece mis arrugas y mis grietas.
La vida no es eso.


Y es que hay moscas tan hartas de espantarse,
tanta salud confundida,
tantos pulmones sanos
pero tantas mentes enfermas,
que, día a día y poco a poco,
a veces siento que de tan ignorada
está entristeciendo de muerte la belleza.