viernes, 21 de marzo de 2008

Ruy Duarte de Carvalho, Indicios de lluvia

A continuación os ofrezco mi traducción del cuento del escritor angoleño Ruy Duarte de Carvalho Indicios de lluvia, que aparecerá próximamente publicado en la Revista Abril, publicada en Luxemburgo. Los enlaces a la información sobre Ruy Duarte de Carvalho y la Revista Abril, podéis encontrarlos en el apartado "Enlaces interesantes".

Llevando la mirada hacia el sur, hacia la izquierda del sol, alrededor de las cinco de la tarde, el cielo se ensombrece, de un azul denso, por encima de las copas de los árboles del monte lejano. Indicios de lluvia.

Adriano Kapiapia, en mitad del monte, gira sobre sí mismo y analiza los indicios. Contempla el cielo por encima de los montes, las piedras y las arboledas que languidecen a lo lejos, más allá del universo que conoce. Hacia el sur las vistas son reducidas, el nacimiento del río, planicies hacia el norte, también hacia el poniente.

Adriano Kapiapia predice el cielo. Sobre el horizonte que el ramaje conforma, sobre la ladera que tiene a su frente, se expande la masa de una nube espesa, negra y pesada, con una orla blanca. En el hemiciclo opuesto, el cielo es claro, todavía, provisto de una luz azul y rasa. Sin embargo, llevando la mirada hacia arriba, y recorriendo con ella la curva que se describe de una punta a otra del horizonte, se puede ver cómo el cielo se va oscureciendo poco a poco hasta transformarse, apaciblemente, en un fondo opaco para la orla blanca. Solo la orla, pues, anuncia la nube espesa. Otras nubes más pequeñas la antecedieron y se esparcen ahora libremente por el cielo, sin conquistar aún, no obstante, el azul del norte, donde se dibujan tan solo ráfagas fugaces. Y el cielo está así, con el sol, que quema, a media altura.

Es diferente ya la luz de la tierra. La luz cruda del sol se ha convertido en resplandor. La luz del resplandor. El rectángulo de tierra labrada, que se extiende a uno de los lados del camino, vive una luz que se diría autónoma y creciente, de combustión oculta y prolongada. La misma luz viven las piedras, los troncos de las arboledas, la ceniza yaciente de las talas de octubre. Es una luz que brota repentinamente. De la tierra y de las formas. Las hojas, que son verdes, reflejan brillos cálidos en sus bordes, no como si el cielo fuese dorado y ellas fuesen su espejo y el brillo las envolviese y el aire procurase esas formas para así exhibirse. Sino como si el cielo, que poco a poco se oscurece, transfiriese a la tierra la luz que la tempestad expulsa de sí. La luz, al encuentro de la noche que la tormenta impone. Indicios de lluvia.

Adriano Kapiapia ausculta el sonido. El sonido y los sonidos. El sonido se ha extinguido, el marullo de la rutina encendida, que confunde orígenes y distancias, la vaga y efervescente amalgama de gritos, ruidos, pasos y vuelos. Ahora los sonidos son nítidos, orígenes localizables que vierten al aire sus sonoras señales. Y es sobre este silencio que avanza el sonido tangible, el sibilante ímpetu de las criaturas aladas, la lija que se insinúa entre las hojas de los carrizos, los chasquidos aislados de las ramas secas, la voz de una mujer escondida por las piedras, el ronquido exhausto de un motor renqueante, el cacareo de las pintadas en su huida apresurada, la vaga percusión de los truenos lejanos. Y el viento. El viento interior del bosque oscuro, localizados focos del viento que asciende, el súbito temblor de un nudo de árboles secos. Viento sin norte, remolinos atolondrados en la planicie sombría, la tierra exhala hálitos nocturnos. Indicios de lluvia.

Adriano Kapiapia contempla aún el cielo. A lo lejos, extraordinariamente definidos, los cada vez más tenues contrastes del ocaso. Y la silueta de los montes. Es lo que queda aún de tierra iluminada. Resplandece, clara, como solo podemos apreciarla cuando llueve, la bruma ya extinta o encumbrada en las nubes, concretas y presentes, confundidas ya en una sola nube que se diría cielo, nocturno y bajo, invasor de un cielo anterior y sin límites. Al sur, la noche; al norte, el día. Todo nítido, pues la noche está alta. Nunca fueron tan distinguibles las formas recortadas de las piedras, de los árboles, de los caminos y sus accidentes. Y a lo lejos, la claridad de la sabana. Indicios de lluvia.

Adriano Kapiapia retoma la marcha y apresura su paso. A duras penas consigue ascender la pendiente, alternando el paso de sus piernas gruesas, entumecidas e hinchadas por la edad. Después se detiene y dice para sí mismo:

—Va a empezar a llover. Pacasa Kitato, mi hermano, ya tiene que estar viniendo para acá.

Pesado y torpe, logra alcanzar con esfuerzo la cima del monte. Y lentamente se difumina en el oscuro paisaje.

El cielo es solamente oscuro ya en su inmensa totalidad. Y se oye un zumbido que proviene del este. Es la lluvia que se acerca. Sobre la tierra labrada que Bumba Kasuque cosechó en octubre y Vunge Kisate rozó tres veces, caen gotas gruesas, primero de forma aislada, mofándose del suelo, después cubriendo toda la superficie, hasta que otro color se apodera de la tierra, ahora roja, luego más parda, y se abren fisuras por donde corre el agua, y las hojas brillan aunque ya estén secas y se ennegrecen las piedras y el mundo se pinta de blanco.

Es otro el silencio, desgarrado ahora, bullicioso y cierto.

Ascienden voces desde el fondo del valle. Emergen en grupo, de la cortina blanca de lluvia intensa, firme y copiosa, los cuerpos mojados de personas que cantan. Les encabeza un anciano, que camina con paso desgastado, mudo, y que no canta, ni ríe, ni habla, y mira hacia el suelo, y tiene un gesto mojado que no denota alegría ni tristeza.

Esta lluvia es suya. Es suya y de los vivos a quienes los muertos escucharon. No necesita dar de sí más de lo que ya es. Está dentro de la lluvia, habita en los parajes que la engendran y la dan. Ya vive en un mundo que es uno solo y no se distingue. Si está vivo o muerto, si es Dios o palabra, si es gesto o si es alma, le trae sin cuidado. Él es mundo, y si es mundo camina en silencio, pues es el silencio quien todo lo gobierna.